La letra que escribiera Nicolás Olivari en "La Violeta" es una historia de inmigrantes nostálgicos. Un drama quizá equivalente, parecido al de tantas otras inmigraciones, de cotidianidad que aún más dura para el que llega sin otro bien que su fuerza de trabajo. En él se narra el drama que llegaba “encerrado en la panza de un buque”. Olivari, junto al autor de la música de "La Violeta", Cátulo Castillo, planearon una máxima vinculación entre nuestro tango y los inmigrantes, muchos de ellos, italianos que en la cantina que se nombra (probablemente del barrio portuario La Boca), llevaban el ritmo de sus viejas canciones, golpeando el puño sobre la mesa y haciendo peligrar los vasos de "bon vin cartun", tal como dice el tango en un exacto recordatorio:
"Con el codo en la mesa mugrienta
y la vista clavada en un sueño,
piensa el tano Domingo Polenta
en el drama de su inmigración.
Y en la sucia cantina que canta
la nostalgia del viejo paese,
desafina su ronca garganta
ya curtida de vino carlón".
Pero, ¿ejercieron los italianos una influencia considerable en la gestación y el desarrollo del tango?
Importantes medios gráficos, durante los primeros años del siglo XX, se referían al “italiano acriollado como un famoso cultivador del tango”.
La crónica de la época ya había notado que ese “tano” sensiblero de la penúltima pieza del conventillo de la esquina, hamacaba al compás de un tango el recuerdo de una calle, de una madre o de un amor que había quedado, para siempre, detrás del océano.
El propio Leopoldo Lugones que había visto en el tango “un reptil de lupanar”, en una conferencia en 1913 señalaba: “el suburbio agringado de nuestras ciudades cosmopolitas engendra y esparce por esas tierras a título de danza nacional (el tango) cuando no es sino deshonesta mulata engendrada por las contorsiones del negro y por el acordeón maullante de las trattorías”.
Ni el acordeón maullante de los italianos, ni Lugones, gozaron de los favores consagrantes del tango. En el lugar del acordeón italiano se aquerenció un pariente alemán (el bandoneón); y en el sitial del poeta cordobés, centro y figura del canon literario y moral de la Buenos Aires de aquellos años, surgieron hombres de una pronunciación francesa más defectuosa, de un latín menos riguroso, pero de almas gigantes y de una poética canyengue y refinada.
Ricardo Ostuni, prestigioso investigador del género, en su obra “Tango, voz cortada de organito” se encargó de escudriñar el tema. Allí trae a colación dos opiniones rioplatenses. Una, del ensayista uruguayo Daniel Vidart para quien el injerto de los organitos y de los acordeones venidos de Italia hicieron llorón al tango y abrieron el camino a la elegías con cornudos y minas espantadas.
La otra opinión proviene de este lado del río: es de Borges. Él se lamentaba de que el tango perdiera su coraje original en manos de un llanto decadente y hasta inverosímil para un guapo de las orillas de fines de siglo. Borges distinguía, anota Ostuni, un tango criollo y otro “maleado por los gringos”.
A continuación, el autor a quien seguimos advierte que “lo singular de estos juicios es que olvidan que los tangos primitivos, los que exhibían esa felicidad de pelear porque sí nomás y la valentía chocarrera del arrabal –los “tangos pendencieros” según el cuño feliz de Borges- fueron también compuestos en su gran mayoría por los primeros inmigrantes italianos o por sus descendientes”.
En rigor de verdad la objeción de Ostuni no alcanza a Borges quien, en su “Evaristo Carriego” destaca irónicamente que los “criollos viejos” que engendraron el tango “se llamaban Bevilacqua, Greco o De Bassi”. Apellidos claramente italianos que efectivamente corresponden a los de compositores del tango de antigua data.
Los “tanos” se quedaron en el tango. Algunos de ellos conservaron sus apellidos, otros los acriollaron, incluso también hubo quienes los afrancesaron, pero siempre siguieron firmes tocando, escribiendo y bailando durante el transcurso del siglo.
Este tango fue estrenado en 1929 por el cantor Roberto Maida, en Radio Nacional. Fue registrado por Carlos Gardel con guitarras, en el sello Odeón en septiembre de 1930; más tarde lo grabó Aníbal Troilo con la voz de Jorge Casal, en sello T.K. (1951) y el mismo Troilo, en 1971, esta vez con Roberto Goyeneche.
LA VIOLETA - Tango 1930
Música: Cátulo Castillo
Letra: Nicolás Olivari
Con el codo en la mesa mugrienta
y la vista clavada en el suelo,
piensa el tano Domingo Polenta
en el drama de su inmigración.
Y en la sucia cantina que canta
la nostalgia del viejo paese
desafina su ronca garganta
ya curtida de vino carlón.
E La Violeta la va, la va, la va;
la va sul campo che lei si sognaba
ch’era suo yinyín que guardándola estaba...
Él también busca su soñado bien
desde aquel día, tan lejano ya,
que con su carga de ilusión saliera
como La Violeta que la va, la va...
Canzoneta de pago lejano
que idealiza la sucia taberna
y que brilla en los ojos del tano
con la perla de algún lagrimón...
La aprendió cuando vino con otros
encerrado en la panza de un buque,
y es con ella, metiendo batuque,
que consuela su desilusión.
Este tango fue grabado en 1971 por la dupla Troilo y Goyeneche para el sello RCA Víctor.
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